Año 1620 de Nuestro Señor. El preso de origen portugués Umberto Veneza cruza el puente. De lejos, le parece oír el sonido de un tambor. Incesante. Implacable. Mira abajo al canal pensando que será la última vez que escuchará el sonido de sus aguas. Se encuentra en la ciudad de Venecia, cerca de la plaza de San Marcos. Eleva sus ojos al firmamento por última vez. Sabe que no volverá a disfrutar del horizonte, del olor de ese agua y la brisa agradable que golpea su rostro. Tal vez tampoco pueda disfrutar de ese sol. Una condena terrible pesa sobre sus espaldas. No puede dejar de emitir un suspiro. El azul de ese cielo le recuerda el azul de los ojos de su amada Patricia. Después de un tiempo se conocerá a ese puente como Puente de los Suspiros, pero no será por un tinte romántico como desarrollaron escritores como Lord Byron varios siglos más tarde. Sino porque posiblemente, ese puente construido entre el salón de justicia y la cárcel para transportar a los enjuiciados a la prisión seguramente arrancó muchos suspiros a los que en la brevedad de su paso disfrutaban de esos últimos segundos de libertad relativa. Ese es el famoso y hermoso puente de Venezia. Ese es el verdadero suspiro. Un alma que sufre porque es consciente de la brevedad del tiempo. Y también de la vida.